
Un día en Jerusalén, cuando Pablo estaba en el templo, los israelitas lo prendieron y lo sacaron fuera. Cuando iban a matarlo, el tribuno fue avisado de la revuelta, y dio permiso a Pablo para hablar. Pablo contó a todo el pueblo su conversión, pero los judíos no lo querían escuchar. Pero se dieron cuenta de que tenía ciudadanía romana, y todos tuvieron miedo y lo soltaron. Pero tuvo que presentarse en el sanedrín y allí hubo una gran discusión entre saduceos y fariseos, porque los saduceos dicen que no hay resurrección, ni espíritus, ni ángeles, y los fariseos si que creen en eso. El tribuno lo sacó de allí. 40 judíos acordaron no comer ni beber hasta haber matado a Pablo. Harían llevar a Pablo ante el sanedrín, y allí lo matarían. Pero el hijo de la hermana de Pablo se enteró, y se lo dijo al tribuno. El tribuno que se llamaba Claudio Lisias llevó a Pablo a Cesarea, donde mandaba el gobernador Félix. Lo llevó acompañado de un gran ejército. Le mandó a Félix una carta, diciéndole que no tenía ningún cargo, y que los judíos lo querían matar por motivos de su religión. Pasados algunos días, el sumo sacerdote y algunos otros presentaron su acusación contra Pablo ante Félix. Lo acusaron de profanación del templo, y de alborotador. Félix lo dejó hablar y Pablo dijo que nada de lo que decían era cierto, y que él no organizaba tumultos. Pablo habló con Drusila, la mujer de Félix, sobre la ley judía y Dios.
Pero a Félix lo sucedieron. Fue Porcio Festo, que, por caer bien a los judíos, encarceló a Pablo.
Porcio Festo fue a Jerusalén, y los jefes de los sacerdotes le dijeron que trajera a Pablo a Jerusalén, pues lo querían matar por el camino. Pasados 10 días, volvió a Cesarea, donde juzgó a Pablo. Los judíos le acusaban, pero él decía que nada era verdad. Luego apeló al emperador. Porcio dijo:
-Si apelas al emperador, al emperador irás. Los reyes Agripa y Berenice, que estaban de paso, lo quisieron escuchar. Pablo les contó de qué lo acusaban y les contó su vida. Festo, en un primer momento, dijo que estaba loco de tanto estudiar. Pero los demás le dijeron que, de no ser por su apelación, estuviera en libertad.
Pablo se puso rumbo a Italia. Estaba custodiado por un centurión llamado Julio Augusta. Llegaron a Sidón, donde le dejaron ir a visitar a sus amigos. Después atracaron en Mira de Licia, donde encontraron un barco con destino a Italia. Costearon Creta. Era otoño y la navegación era peligrosa. Pablo se lo advirtió al centurión, pero éste sólo hizo caso al patrón del barco. Días después se levantó un viento huracanado, Navegaron a la deriva durante varios días. No tenían comido y habían arrojado todo al mar. Pablo les dijo:
· No temáis, pues un ángel del señor se me ha aparecido y me ha dicho que todos salvaréis la vida, pues tengo que compadecer ante el César.
A la noche número 14, los marineros presintieron tierra cerca. Pablo obligó a los 276 viajeros a comer y tiraron el trigo sobrante al mar. A la mañana siguiente avistaron una playa. Al intentar acercarse, la nave encalló. Los soldados se pusieron a matar a los presos, para que no escaparan, pero el centurión los paró, dando ordenes de ir todos a tierra. Así se salvaron todos.
Luego se enteraron de que la isla se llamaba Malta. Los nativos los trataron muy bien. Les encendieron una hoguera. Pablo fue a coger unas ramas para avivar el fuego, y una víbora le mordió. Todos pensaban que iba a morir, pero al no hacerlo, lo trataron como un dios. El gobernador de la isla era Publio, cuyo padre estaba en cama. Pablo oró y lo curó imponiéndole las manos. Todos los enfermos de la isla eran también curados. Nos dieron todo lo necesario y no embarcamos de nuevo.
Se embarcaron y pasaron por muchas ciudades romanas como Pozzuoli o Regio. Por fin, llegaron a Roma. Los hermanos de Roma le salieron al encuentro. Tres días después, Pablo llamó a todos los judíos. Les contó toda su historia y ellos respondieron que no habían recibido ningún informe desfavorable sobre Pablo. En otra reunión Pablo los quiso convertir. Muchos se convirtieron, aunque otros seguían sin creer.
Pablo permaneció dos años más en una casa alquilada por él, donde podía explicar la palabra de Dios sin ningún miedo y con toda libertad.